Cuentos
«La conoció en Niza. Volvía Eugenio de Montecarlo, en el tranvía, después de haber perdido algunos luises en la gran chirlata de Europa. Más que comojugador había ido como curioso, para anotar entre los recuerdos de aquel viaje de vacaciones la imagen de la encantada ciudad de la fortuna, que acaso no volvería a ver nunca. El viajero, mareado por aquel ambiente febril del Casino, por el tintineo del oro, por el lujo recargado y frío de los salones; caldeado por tantas miradas ardientes de angustia, de esperanza, de placer impregnado de todos los perfumes de las bellezas internacionales ambulantes, tenía clavado en la retina aquel espectáculo, correcto y trágicoa la vez, en que muchas gentes, con la sonrisa en los labios, se jugaban la última esperanza de una vida azarosa. Después fue evocando las imágenes deaquet viaje, que había sido un sueño y que un inesperado obsequio de la fortuna en forma de premio de la Lotería le había permitido realizar. Veía París, con su encanto, que se adueña de las almas; Ginebra, cosmopolita y alegre, tendida junto al lago azul y los montes nevados; Lucerna, con sus puentes cubiertos, su león conmemorativo, sus grandes hoteles, majestuosos y señoriles; Milán, con sus maravillas artísticas, con el Duomo de encaje de mármol, con la Cena de Leonardo, con sus corsos y su galería llenos del bullicio de una metrópoli de cantantes, de cómicos, de artistas de todos los países; veía, por fin, aquella deliciosa Riviera, que hacía anhelar la riqueza con el ímpetu con que se desea a una novia amada. La prosa espesa de la vida iba a echar un velo sobre aquellas encantadoras imágenes. Era preciso, dejar todo aquello. Las seis mil pesetas de la Lotería tocaban a su término. No había más remedio que volver a la vida obscura y trabajosa de Madrid, a la sala del Hospital, a la visita mal pagada y a la clientela impertinente con que lidiaba Eugenio en sus primeros pasos de médico desconocido y pobre. Acaso había sido una locura gastar en un viaje aquel dinero llovido, del cielo; pero era una locura de que no se arrepentía.»
Cuentos
«La conoció en Niza. Volvía Eugenio de Montecarlo, en el tranvía, después de haber perdido algunos luises en la gran chirlata de Europa. Más que comojugador había ido como curioso, para anotar entre los recuerdos de aquel viaje de vacaciones la imagen de la encantada ciudad de la fortuna, que acaso no volvería a ver nunca. El viajero, mareado por aquel ambiente febril del Casino, por el tintineo del oro, por el lujo recargado y frío de los salones; caldeado por tantas miradas ardientes de angustia, de esperanza, de placer impregnado de todos los perfumes de las bellezas internacionales ambulantes, tenía clavado en la retina aquel espectáculo, correcto y trágicoa la vez, en que muchas gentes, con la sonrisa en los labios, se jugaban la última esperanza de una vida azarosa. Después fue evocando las imágenes deaquet viaje, que había sido un sueño y que un inesperado obsequio de la fortuna en forma de premio de la Lotería le había permitido realizar. Veía París, con su encanto, que se adueña de las almas; Ginebra, cosmopolita y alegre, tendida junto al lago azul y los montes nevados; Lucerna, con sus puentes cubiertos, su león conmemorativo, sus grandes hoteles, majestuosos y señoriles; Milán, con sus maravillas artísticas, con el Duomo de encaje de mármol, con la Cena de Leonardo, con sus corsos y su galería llenos del bullicio de una metrópoli de cantantes, de cómicos, de artistas de todos los países; veía, por fin, aquella deliciosa Riviera, que hacía anhelar la riqueza con el ímpetu con que se desea a una novia amada. La prosa espesa de la vida iba a echar un velo sobre aquellas encantadoras imágenes. Era preciso, dejar todo aquello. Las seis mil pesetas de la Lotería tocaban a su término. No había más remedio que volver a la vida obscura y trabajosa de Madrid, a la sala del Hospital, a la visita mal pagada y a la clientela impertinente con que lidiaba Eugenio en sus primeros pasos de médico desconocido y pobre. Acaso había sido una locura gastar en un viaje aquel dinero llovido, del cielo; pero era una locura de que no se arrepentía.»